martes, 23 de octubre de 2012

Esos días de playa

Llegamos a la playa cargados y de mal humor, pero lo llevábamos todo: sombrilla, cubo y pala para Andresito, colchoneta hinchable, los biberones de Isa, pañales, la neverita con cervezas para Pepe, cremas para no quemarnos, bolsas de patatas fritas, toallas y los niños.

Pero lo peor vino entonces, cuando miramos hacia el mar y sólo vimos toallas, cuerpos a medio quemar y un montón de cabezas y brazos donde se suponía que estaba la orilla. Sentí ganas de llorar, después de tanto rato parados en al autopista, los niños que no habían dejado de gritar y el calor. Esa calor, porque a Pepe no hay manera de hacerle entender que con el aire condicionado se va mejor. Se constipan los críos y además en verano se pasa calor ¿no?, y de ahí no lo saco.

Me quedé clavada, al lado del murete donde empezaba la arena. Venga nena, sígueme, me dijo, y yo con un niño en cada cadera, le seguí, con los pies que se me hundían en los granitos finos que parecían brasas ardiendo. Al final, pudimos amontonarlo todo, niños incluidos, en un pequeño espacio que encontramos entre los zumbidos de una emisora mal sintonizada y unos niños incontrolados que se perseguían con unos cubos llenos de agua. Y no estábamos dispuestos a renunciar a el por nada.

Lo visible y lo concreto: relato para la Escuela de Escritores

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